Me gusta recordar unas emotivas palabras de Buda: «Dieciséis veces más importante que la luz de la luna es la luz del sol; dieciséis veces más importante que la luz del sol es la luz de la mente; dieciséis veces más importante que la luz de la mente es la luz del corazón».
Si verdaderamente amáramos, ya estaríamos realizados o en vías de realización. El niño no ama; se deja amar. La mayoría seguimos siendo niños, pidiendo, exigiendo, ansiando, consideración y atención, apuntalando el ego sin cesar, reprochando, pidiendo reciprocidad. Enquistados en nuestro ego infantil, no crecemos, nos detenemos en nuestro proceso de madurez, nos neurotizamos.
El amor es signo de salud mental; la salud mental verdadera desencadena amor genuino y compasión. Esta sociedad no ama y por eso es una sociedad enferma. En la competición es difícil que haya amor. Hay neurosis, estrés, ansiedad y frustración. Si supiéramos amar, acabarían muchos de nuestros miedos, tensiones, suspicacias, autodefensas, auto importancia, neuróticos reforzamientos psíquicos, angustia y sentimientos de soledad. Pero, ciertamente, no sabemos pensar y, menos aún, sabemos amar. Mi admirado maestro Narada Thera me dijo: “De la verdadera inteligencia deriva el amor”. Pero estamos muy distantes de la verdadera inteligencia y aún más lejos del amor. Es la gran potencia transformadora, y si comprendiéramos que NO HAY OTRA COSA QUE EL AMOR, daríamos ya un salto de gigante en la evolución consciente y la madurez interior.
La sabiduría de la mente debe ir acompañada de la sabiduría del corazón. El conocimiento no entraña compasión. El conocimiento es acumulación de datos, información, saber intelectivo, pero no desemboca en la comprensión clara que desarrolla una actitud compasiva. Compasión es padecer con…, compartir el mismo espacio de tribulación de otro ser, cooperar incondicionalmente. El conocimiento ordinario es prestado, transferible, útil para la vida cotidiana, pero no liberador. La sabiduría auténtica, que representa la visión clara desde la inteligencia pura e incontaminada, germina en amor consciente y compasivo. De la verdadera inteligencia, sí, proviene la genuina compasión.
El amor consciente es el sendero supremo; pero, como dijo Jung, «ni siquiera tenemos idea de lo que es amar». Hay muchas formas de yoga, pero el yoga supremo es el de la compasión infinita. No es posible si no empezamos a ver a los demás un poco como a nosotros mismos, para así empezar a irradiarles afecto y benevolencia. Con el amor que una madre trata a sus hijos, deberíamos adiestrarnos para comenzar a tratar a los demás. ¿Acaso no hemos necesitado todos alguna o algunas personas que nos cuidaran y atendieran al nacer? ¿Acaso no necesitaremos todos alguien que nos ayude o atienda en las postrimerías de nuestra vida? Una sociedad que brilla por su ausencia de compasión es el vivo ejemplo de un rotundo y descomunal fracaso. Una sociedad que se autoproclama como del «bienestar» y es atrozmente despiadada y le da la espalda a la compasión, es el caldo de cultivo de la desesperación, la neurastenia, la ansiedad, la depresión y la compulsiva tendencia hacia lo aparente, lo banal y el autoengaño. ¡Vaya estado del bienestar! Como dijera Nisargadatta, «sin amor todo es mal. La vida misma sin amor es un mal».
Hay una historia hermosa y significativa: …Un gran científico llega un día a su casa y ve a su mujer llorando. La mira con cierto desdén y comenta:
– Pero ¿no sabes, mujer, que las lágrimas sólo son un poco de agua, sal, fósforo, limo y mucosa?.
Y profundamente desencantada, la mujer replica:
– ¡Ah!, ¿sólo eso es una lágrima? Cómo se ve que eres un hombre de cerebro, pero no de corazón.
Para remontar el vuelo, un ave necesita dos alas. En el ser humano esas dos alas deben ser el cerebro y el corazón que, suficientemente evolucionados, darán por resultado una mente clara y un corazón tierno. Pero en todo caso, cuando ante nosotros se abren varios caminos, nada más inspirador y revelador que coger el del Corazón.
Ramiro Calle
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