Lo he dicho numerosas veces en las clases que imparto de meditación: “Los científicos saben, pero los místicos saben mucho más”. Sinceramente, yo podría prescindir de Einstein, pero nunca podría hacerlo de un Rumí, San Juan de la Cruz o Kabir, que han sido gran inspiración, consuelo y aliento para mi vida de buscador de la última realidad. Le debemos mucho a la ciencia bien encauzada y humanizada, al servicio genuino del bienestar del ser humano, pero también hay que reconocer, tras un riguroso examen, que la ciencia tiene sus límites y su lado sombrío, y que los científicos, a veces, han incurrido en un dogmatismo tan rígido como los creyentes y que unos y otros están atascados y no logran tener una visión más amplia o panorámica. Por mucho que se haga gala de la teoría de la evolución de las especies, por ejemplo, ésta no resuelve los grandes interrogantes existenciales de por qué y, sobre todo, para qué.
El viaje no sólo es hacia afuera, sino sobre todo hacia los adentros. La conquista exterior de nada sirve si no va seguida de una conquista interior. Mientras el ser humano no tenga una mente clara y un corazón compasivo, la ciencia corre siempre el riesgo de ponerse del lado de la codicia, el poder putrescible y la manipulación más indecorosa. Como a menudo insisto en ello, no se trata sólo de conocer por conocer, sino principalmente de conocer al conocedor. Sin compasión este mundo seguirá totalmente perdido, en manos de los más ciegos y codiciosos. Se necesita incluso una ciencia compasiva y verdaderamente al servicio del ser humano. Una ciencia que asuma sus propias limitaciones, libre de dogmatismos, para seguir evolucionando.
Se requiere, pues, y necesariamente, un tipo de ciencia más “espiritualizado”, por decirlo así, o también más humilde y que se aparte de los parámetros asfixiantemente materialistas. Un científico puede también ser un místico y un místico estar abierto a la ciencia. Mística y ciencia deben matrimoniarse. Por fortuna, los científicos de vanguardia ya no le dan, en absoluto, la espalda a los místicos ni a sus enseñanzas contemplativas. Saben que tienen que aprender mucho de ellos o que, por lo menos, merecen un respeto profundo. Saben también, si no están cegados por su fanatismo científico, que muchas enseñanzas que se vertieron hace miles de años ahora están siendo comprobadas científicamente, ya sea sobre los misterios del Cosmos o sobre la no menos misteriosa mente y la práctica meditativa. Los científicos corroboran enseñanzas místicas y los místicos iluminan en otros campos a los científicos. Unos y otros tratan, con sus métodos, de penetrar en lo invisible, qué es aquello que todavía no ha logrado verse, como lo esotérico es aquello que todavía no se ha tornado exotérico.
He leído recientemente la obra de Avinash Chandra “El Científico y el Santo”. En este libro el autor se hace muchas preguntas, afronta grandes interrogantes existenciales, metafísicos, espirituales y también científicos. Contiene mucho conocimiento y mucha sabiduría que hay que digerir lentamente, como si se tratara de un ejercicio yóguico. Está salpicada de enseñanzas de los grandes Despiertos de la Humanidad; una herencia espiritual que es como una lámpara que sigue iluminando un mundo convulso y desorientado.
Hemos recibido las enseñanzas y métodos de las mentes más lúcidas y compasivas de la humanidad, las de esos grandes maestros que alcanzaron la cima de la consciencia y, por amor a los otros, impartieron esas instrucciones místicas, aún a riesgo de sus vidas. Es un legado de inestimable valor que hay que cuidar, máxime en una sociedad más de sombras que de luces, babélica y que corre hacia ninguna parte. Pero cada persona tiene que seguir la senda de la evolución consciente por sí misma y de ahí que Buda aseverara: “Los grandes indican la Ruta, pero uno mismo tiene que seguirla”. Por fortuna, para aquel que se lo proponga realmente, hay los suficientes mapas espirituales para poder transformarse y mejorar. Ya hemos comprobado que la ciencia no transforma emocional, mental y éticamente al individuo. El cambio interior es una labor que cada uno debe llevar a cabo, muy difícil, ciertamente, pero con la confianza de que ningún esfuerzo se pierde.
En último término, las respuestas no están en la mente humana ordinaria, y por eso, volviendo a Buda, éste declaró: “El que interroga, se equivoca; el que responde, se equivoca”. Más allá de los pensamientos, los conceptos, las fórmulas científicas, está el Silencio que habla. La cuestión es que para los sabios de Oriente, la mente hace el cerebro, y para los científico, el cerebro hace la mente. Pero una y otra aseveración no se excluyen. Seguramente hay una tercera vía. El secreto para seguir avanzando por la larga senda de la autorrealización, está en dudar, pero no en dejar que nuestro corazón se endurezca por la duda escéptica (que advertía Buda) o sistemática.
Cuando el siempre querido y entrañable Hermann Hesse aseveraba que no creía en ninguno de los valores de esta sociedad, e incluía la ciencia, es porque una ciencia deshumanizada no tiene valor, pero una ciencia humanizada y que sepa ver más allá del a veces prepotente ego científico, será una ciencia muy positiva y bienvenida. Hoy en día, por fortuna, son muchos los científicos que se sientan a dialogar con personas del espíritu o expertos en técnicas de autorrealización. Científicos y místicos tienen mucho que aportarse. Y si además de todo ello, se reúnen a meditar juntos, mucho mejor, porque entonces se comunicarán no sólo de mente a mente, sino también de corazón a corazón.
El yoga, como eje espiritual de Oriente, aúna todas las místicas asiáticas y aporta los medios fiables liberatorios. Como el yoga es método aséptico, ha sido incorporado a todas los sistemas filosófico-religiosos, desde el hinduismo al jainismo, desde el samkhya al tantra, desde el vedanta al budismo.
Cuando uno emprende el viaje a los adentros, comienza a descubrir una dimensión del ser que muchas veces ignora la ciencia dogmatizada o fanática, pero que es sumamente reveladora y transformativa para la persona que sigue la senda interior. Lo que no puede hallarse fuera, se puede encontrar dentro.
Ramiro Calle
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